Lamentación sobre Cristo muerto
Francisco de Goya y Lucientes
Óleo sobre cartón superpuesto sobre lienzo.
Medidas 35 x 23 cm (13 ³/₄ x 9 inches)
Descripcion
Nos encontramos ante una Lamentación sobre Cristo muerto adscrita unánimemente a Francisco de Goya, en los catálogos de Gudiol 1970 n8 /1980 n5; Gassier & Wilsson 1970 n8/1984 n12; De Angelis 1974 /76 n19; Camón Aznar 1980 pág. 42; Xavier de Salas 1984 n9; J.L. Morales 1990 n6 / 1997 n3; Arturo Ansón "Goya y Zaragoza" 1995 pág. 61; catálogo online fundación Goya y Aragón, año 2012. Todos estos autores coinciden en fechar esta obra entre los años 1768 y 1770, justo antes de su viaje a Italia y en considerarla una de las pinturas devocionales que realizó el joven Goya en Fuendetodos. Esto coincidiría con su procedencia al haber pertenecido según Gudiol a una familia de Fuendetodos.
La obra ha sido objeto de estudio comparativo por parte del IOMR en el señalamos las analogías estilísticas que tiene con otras obras de Goya:
La inmediatez y modernidad con la que el pintor trata la escena propiciando que uno la sienta presente y real, donde plasma el pathos humano ante la muerte sin manierismos ni convencionalismos, excluyendo personajes del mundo celestial como los ángeles que pudieran enturbiar la pureza de su verismo, al punto de que no sea fácil reconocer aspectos propios de la iconografía de una deposición, es quizás lo que de primeras más sorprende del cuadro, lo hace más próximo a Goya e, indagando más, en concreto, lo que trae a mi mente el grabado, Desastre n 26 No se puede mirar y el n 14 de la misma serie, Duro es el paso, donde Goya trata la muerte en primer plano con una proximidad totalmente actual.
La sensación de vigor, dinamismo y desparpajo que emana del movimiento de San Juan, o el ayudante que envuelve a Cristo en el sudario, vestido al uso de los tiempos modernos, el cual nos recuerda al de tantos campesinos de los cartones de tapices y más todavía de sus series de grabados y que solo encontramos precedente en la espontaneidad de algunos zagales de Lucas Jordán, en contraste con la monumental fuerza del personaje, soldado o apóstol, inmóvil detrás de Cristo, este sí con ciertas analogías con las figuras de los frescos de la Iglesia de la Cartuja Aula Dei y con derivaciones clásicas, probablemente inspiradas en el Hércules de Farnesio; el carácter hierático del torso y cuello del Cristo yacente, libre de todo amaneramiento, representado la muerte tal cual, con escasa concesión a convencionalismos giaquintescos y cuyo rostro inerte ligeramente perfilado por la luz me resulta típicamente goyesco y me recuerda al del agarrotado, aguafuerte 1778 y al moribundo del San Francisco Borja y el moribundo impenitente 1788; esta sinfonía propia de Beethoven, cuajada de cambios de ritmo y con un tempo dramático, no la encontramos en otros pintores de su época y mucho menos del ambiente zaragozano, totalmente imbuidos por el rococó o el clasicismo italiano y, sin embargo, sí la percibimos en la pintura de Goya en todas sus épocas, cuando dota a su obra de ese carácter vivo que le hace ser el mejor documentalista de su época y anticiparse al propio cine.
La configuración de un sentido del espacio, propiciado por una simbiosis e interacción de recursos perfectamente integrados en una obra de tan pequeño formato, supone en alguna medida un alarde técnico, no exento de ciertos errores también típicamente goyescos y propios de un alma artística todavía no del todo madura. Esta cuestión es la que quizás admite mejor la búsqueda de comparaciones con sus obras de 1771 a 1773 como el Aníbal, la Sta. Bárbara, los frescos de la Cartuja de Aula Dei y la recientemente descubierta Huida a Egipto; por un lado los santos varones tan acertadamente difuminados como sutilmente iluminados con una luz propia en el fondo a la derecha, con un halo más a lo Tiépolo que a lo Giaquinto y ciertamente semejantes a las figuras que aparecen dentro de una arcada a la izquierda de los desposorios de la virgen en la cartuja Aula Dei,1774; así mismo en el fondo, pero a la izquierda, unos soldados meramente esbozados dotan de lejanía a la escena, puestos en valor magistralmente por un recurso genial que Goya utilizará con frecuencia como es señalarlos con una escuálida línea descendente y que sorprenden por ser similares a los del boceto de Aníbal de 1771 y a los de la Santa Bárbara de 1772; por otro lado, el propio Cristo yacente colocado en una posición casi en escorzo, con una rigidez sepulcral, tan natural como alejada del canon manierista imperante en los ambientes artísticos que Goya frecuentó y en el que solo en la forma que pliega las piernas se percibe un cierto amaneramiento con derivaciones clásicas o incluso de Bernini (Cupido y Psique). Todo ello, como hace Goya en sus grabados, sin perjuicio de dar prioridad al primer plano, otorgando a la escena el verismo y carácter presencial inherente a su pintura y cuyo inmediato antecedente solo podríamos encontrarlo, quizás, en Tiépolo. La composición responde pues a un gran originalidad técnica. Ya el mismo Goya decía en su breve autobiografía redactada en Burdeos que en sus años mociles, después de copiar a los maestros y seguir los modelos de Luzán, se dejó llevar por la inventiva.
La combinación de una Luz que surge de dentro del cuadro hacia fuera, de esa profunda oscuridad tan característica ya en el Goya de los años 70 a su vuelta de Italia, propiciada por ciertas veladuras que aparecen sobre la imprimatura rojiza, en fina sintonía con los destellos de otra luz cenital, esta exógena a la representación, que cae sobre la Cruz y, sobretodo, en el Cristo, remarcando sus facciones mortecinas y su indolente rictus corporal de una forma un tanto bruta, como solo Goya acostumbra a hacer, es algo determinante para imprimir ese carácter dramático al cuadro y piedra de toque cuando se trata de calificar la autoría de la obra.
La paleta de color es a su vez algo esencial en el cuadro, en cuanto no responde a la tonalidad fría y anacarada imperante en el rococó de orden Giaquintesco, seguida fielmente por José Castillo, los Bayeu, los González Velázquez y Maella, sino, todo lo contrario, a una gama de color cálida, mucho más a lo Lucas Jordán y a la pintura tardo barroca napolitana. En la obra predominan los colores tierras sobre un cielo nocturno, predominantemente grisáceo, que en partes se aclara con un tono azulado, ambos matizados por la imprimatura rojiza que brota del lienzo (Un efecto que cobraría mucho más entidad tras una oportuna limpieza del cuadro), propiciando la ambientación y puesta en escena fúnebre, propia de una deposición. Sin embargo, lo que realmente capta toda la atención del espectador es el contraste entre el amarillo y el azul tan típicamente giordanescos de los mantos de la María Magdalena y la Virgen María, felizmente resaltados por el toque de carmín del fajín del San Juan, configurando esa singular toma de primer plano a la que hacíamos mención que dota de enorme inmediatez e infunde ese carácter eminente escenográfico a la obra que vemos de forma continua en Goya.
Técnicamente la manera en que ilumina los perfiles de los ropajes para señalarlos, en los que alterna autenticas cordilleras de luz con oquedades de sombra, dotando a la composición de esa monumentalidad que apreciamos siempre en cualquier obra de Goya. Por último como trata con singular bravura y con solo cuatro brochazos el fajín rojo del San Juan que recuerda aquel que pintara en el retrato los retratos de cuerpo entero de la duquesa de Alba años más tarde;
Todo ello concita a creer que nos encontrarnos ante una obra propia de un genio, no de un mero seguidor de los cánones italianos, si no de alguien preocupado en plasmar la realidad de una escena, tal y como la vería él si hubiera estado presente como un espectador privilegiado. En esto fue Goya sin duda un vanguardista y este cuadro, si se confirmara su datación, sería el primero en el que Goya mostraría su auténtico ego artístico, distanciándose no solo de sus Maestros, Luzán y Bayeu sino también del propio Corrado Giaquinto, Mengs y del mismo Tiepolo, superándoles a todos, ya entonces, en originalidad y modernidad.
Procedencia:
Según Gudiol procede históricamente de una colección privada de Fuendetodos.
Colección Simonsen (Brasil) 1966.
Colección privada Paris 1970.
Colección privada Suiza 1986.
Expuesto como obra de Francisco Goya en la exposición “Goya (1746-1776) y su entorno”. Zaragoza 1986.
